domingo, 9 de diciembre de 2007

VI. De cuáles fueron algunas de las razones que lo llevaron a separarse de Floria (Primeras de varias)

Lo que nos terminó por separar fue el no entendernos, o más bien el dejar de hacerlo. ¿Cómo puede florecer una relación sin el riego constante de una comunión verdaderamente íntima? Floria, cuando dejamos de entendernos, cuando nuestros idiomas se dividieron -como lo hicieron en Babel- ese día comenzamos a perdernos.

No fue culpa de mi madre, ni de mi pasión de joven. Sólo tú y yo somos culpables de nuestra separación. Tú me reprochabas el mirar nuevas colinas y yo me enojaba por no poder compartirte lo que veía en ellas. Olías el aroma de mi madre donde apenas existía una luz de cristianismo, donde ella sólo por asociación de ideas figuraba.

Fue la falta de comunión lo que nos separó. La falta de comunión, Floria, y nada más. No es que no nos hayamos hablado. Recuerdo bien platicar contigo bajo muchos árboles, bajo muchas lunas, discutiendo sobre Jano. Recuerdo, y espero que recuerdes, las risas que comparíamos en nuestras caminatas y las lágrimas que enjugamos juntos. Hablamos mucho, dijimos mucho, pero no fue suficiente.

¿Es que las palabras son suficientes por sí mismas? No, ni siquiera cuando pasan de uno a otro claramente. Discurrir no es comunicar, así como estar juntos no es vivir en comunión. Y eso es lo que nos faltó.

Comunicar, Floria, significa poner el alma entera en las manos del oyente. Míralo de este modo: tu carta nos ha unido nuevamente, mediante esta nueva relación epistolar. ¡Loado sea Jesucristo, Floria! Tu carta realmente comunicaba: te abrió a mí, me presentó tu intimidad, como ni tu cuerpo desnudo al final podía hacerlo. Comunicar es confianza, en que el otro puede entender lo que le decimos, es hacer del diálogo unidad entre dos.

Un par de amantes pueden unirse por la pasión, por la Fe, por el amor, pero también por el diálogo. Y cuando logran eso, la unión es tan profunda como la que tiene el Cuerpo de Cristo, que se mantiene unido por la comunión de los Santos de la Iglesa. Esa comunión es comunicación: eso es lo que nos faltó.

No quiero que te sientas mal. Fue quizá nuestra pasión juvenil la que nos impidió hayar el camino de esa comunión. Pero ahora, más maduros, la poseemos en verdad. Que nuestros caminos fueran paralelos y no uno en una sola carne fue algo necesario. Que nuestros caminos se separaran con tanto dolor en el alma, fue un accidente lamentable sobre el ya no vale la pena hablar. Comenzamos separándonos en intereses, en modos de superar nuestros problemas. Seguimos separándonos cuando nos entendimos como dos individuos tan autosuficientes que nos volvimos incomunicables. Lo tuyo era de tu vida, lo mío era de mi vida. ¡Floria, caíamos en el Silencio y no nos dimos cuenta! Mientras hablábamos tanto silenciábamos nuestros espíritus y cegábamos al otro casi sin piedad.

Pienso, Floria, que el hombre está hecho para la unidad. Hombre y mujer u hombre y Dios, al final lo que importa es la unidad. Una carne, un espíritu, una Iglesia. La unión es necesaria: no es un mundo continuo, inalterado. Habemos hombres, mujeres, niños, gentiles, herejes, cristianos, ricos, pobres, ciegos, ricos, pobres... pero todos estamos llamados a la unidad, a hacernos uno, una sola cosa para alabanza de Dios. Por eso tenemos la comunicación, ese medio de hacerme otro y de traer a mí a quien le hablo. Aunque no sé si me exprese bien, espero que entiendas lo que quiero decirte.

Hablar lo importante no es comunicar, pues así valdría la pena sólo abrir la boca para alabar a Dios y no hay pan que se compre con salmos (aunque cada venta y compra deba ser pronunciada con la pureza suficiente para que Dios los escuche como cánticos). Lo importante es que mi vida sea la tuya y la tuya la mía, porque somos uno en Cristo, más allá de si la carne se hace una o no.

Así el padre se hace uno con el hijo y la madre con la hija y el suegro con la nuera y el sacerdote con la prostituta. Con la comunicación nos hacemos uno, uno solo. Un único ser viviente que tiene por cabeza al Hijo [las siguientes líneas son ilegibles]

No te reclamo nada. Fue un error de dos que hoy gracias a ti estamos corrigiendo. Pero hablemos ahora no de lo que nos separó, sino de lo que hizo que nuestras vidas no fueran una según la carne.

viernes, 28 de septiembre de 2007

V. De Mónica (y su relación con ella)

Bendito sea Dios, Floria, por haber pulido mi pecado con la sonrisa de nuestro Adeodato. Bendito sea él que nos permitió disfrutar aquellas noches de Amor.

Veo con alegría que recuerdas aquellas noches en que acariciamos al Amor en nuestras pieles. Pero veo con mi mirada enturbada por las lágrimas que, muy por encima de ellas, recuerdas las noches de continencia y los malos momentos que tuvimos que soportar. ¿No fue, Floria, una decisión tomada por ambos enfrentarnos a mi madre y conseguir dormir en su casa por un tiempo? Ambos sabíamos que no sería dificil, su sombra era demasiado potente y, es verdad, lo digo sin pena, la quería demasiado.

Para mí siempre fue una gran mujer, sensata y de una mente clara como el viento de Milán. Sus consejos siempre fueron para mí la luz que iluminaba mi camino, aunque más de una vez, influenciado por el fuego de mi juventud, los expulsé de mi conciencia. Mónica, sierva del Nazareno desde que mi memoria está activa, siempre vio por mí.

Claro que esto no significa que fuese inconfundible, incapaz de equivocarse. Muchas veces la vi errar el camino y aconsejarme erradamente; muchas más la vi enojada por mis decisiones, tan contrarias a las suyas, aunque yo supe en su momento que eran las mejores, las que mi Bien deseaba. Y ella tuvo que aceptarlas. Seré sincero contigo: fue paciente, en su Santidad, frente a mis pecados, pero nunca pudo serlo frente a mi libertad.

Y lo hablé contigo, por ello me lastima un tanto que hoy me reproches mi relación con mi mamá. Me enfrenté a ella y la vencí, la vencimos, por los dos. Decidí ir en contra de su consejo y vivir contigo, amar contigo, amarte a ti. Eso no lo he olvidado, aunque no lo mencione en mis Confesiones. ¿O es que acaso hubieras preferido que nuestra intimidad fuera expuesta a los ojos de los hombres? Dios la conoce y la santificó en su momento, ¿para qué hacer público lo que fue creado para subsistir sólo bajo la protección del secreto nupcial? Pues aunque no nos casamos, siempre te fui fiel...

Jamás cruzó por mi mente ser falso al amor que te profesé, jamás consideré faltarte. ¿Es necesario sufrir tanto por el amor que le tuve a mi madre? ¿Son celos los que te mueven a herir mi costado o es que en mi pasión nunca supe mostrarte lo mucho que significaste para mí? Hoy, sinceramente, lloro.

Acusas, entre líneas (¡grande retor siempre has sido!), que mi relación con mi madre fue, si no incestuosa sí muy poco normal, muy poco sana. La tachas de una casi enfermedad. Me preguntas, comparándome con el hijo de Layo, si retengo en mi memoria la tragedia de Sófocles. Sí, la tengo. Te pregunto de vuelta: ¿recuerdas tú el cuarto mandamiento de la Ley?, ¿recuerdas la conclusión a la que llegamos un día platicando en la orilla del mar, con la arena como lecho y como velo el Ocaso?

¿Qué implica, madre de Adeodato, el cuarto mandamiento? "Honrarás a tu padre y a tu madre".

No fue el Nazareno quien instituyó esta Ley para nosotros. En el Éxido se narra cómo el Dedo de Dios mismo marcó la sentencia que Moisés, libertador, nos trajo en las Tablas de la Ley. Pero no nos importa de dónde vino esta normativa, sino lo que significa. Ambos hemos sido hijos, ambos somos padres: ¿qué quiere decir, entonces, esto de honrar a nuestros padres y madres?

Es respetarlos por la autoridad que su experiencia les otorga y por el supuesto que aceptamos al confiar en que nos aman y buscan protegernos. No hay padre que die piedra por pan, ni vívora por ave al hijo que le pide de comer, ¿no es esta nuestra garantía? Honrarlos es agradecerles este intento continuo de llevarnos por el mejor camino. Es aceptar sus palabras y buscar en ellas la Verdad, entender que en su mirada sólo descansa el amor que nos profesan.

No cabe en el mundo un alma más desdichada que la que no comprenda todo el Amor que implica la palabra Padre o Madre. Dios mismo es Hijo, Floria, ¿recuerdas el gran conflicto que nos causaba pensar a Dios honrando a una humana, a la Santísima María? Cómo es posible que Dios mismo honrara a una de sus creaturas. Sólo por Amor. Y eso es honrar a los padres, es aceptarlos, entregarles nuestra confianza y buscar su tranquilidad, pues ser padres implica -si lo sabremos tú y yo- no descansar jamás hasta morir o hasta encontrar felices a nuestros hijos.

Pues bien, Floria, eso fue lo que intenté hacer con mi madre: tan sólo amarla. Comprendo que los celos la cegaron más de una vez y que llegó a lastimarte profundamente. ¿Olvidas mi coraje y mis lágrimas al sentir en mi alma tu llanto y tus emociones? Más de una vez enfrenté a mi madre por nosotros. Ella jamás lo entendió, pues su santo consejo estaba ofuscado por el miedo de perderme, por el terror de verme equivocar nuevamente el camino. Pero aún enfrentando estas dolorosas disputas intenté siempre honrarla.

Sus consejos siempre me acompañaron, aunque no todos los llevé a la práctica. Confié en que buscaba lo mejor para mí y que por eso ensus palabras se escondía forzosamente algo de esa Verdad que mi alma, desde niño, siempre buscó. Por eso cada vez me fui acercando más a ella y a su Credo: poco a poco, conforme más me permitía escucharla, me fui enamorando de su Jesús.

Y mientras yo encontraba la Verdad en sus palabras, encontraba en tu mirada y en tu piel la Vida. Saboreaba tus besos con mis besos y suspiraba tus ausencias con el incurable dolor del extrañarte. El mundo comenzó a ser nuevamente nuevo para mí. Como aquella vez que te miré bajo la sombra de un árbol, todo comenzó a ser nuevo a mis ojos: el Amor significaba algo nuevo, el mundo se veía diferente. Yo estaba encantado por el Nazareno de mi madre, por eso me apegaba más y más a ella, pues aunque sus consejos siempre pesaron mucho para mí, era la verdad que ahora descubría lo que me acercaba a ella.

¿Cómo puedo dejar de admirar a la mujer que se mostró coherente hasta el último día de su vida? Se casó con mi padre y logró educarme en la Fe, pese al patrimonio latino en el que fui criado. Quizá fue por esto que nuestra relación comenzó a fallar. También, no la justifico aunque la perdono, también fue por ese defecto de mi madre que nunca pudimos salvar: cómo le encantaba opinar sobre lo que no le correspondía, y cómo metió las manos para hacer de mí un Cristano.

Comprendo que eso te haya sonado a separación, pues para mi madre nosotros sonábamos a pecado. No le pidas que entienda el amor que nos tuvimos, pues era madre. ¿Entenderías tú el amor de una muchacha hacia Adeodato? Sin embargo no fue ella la que rompió nuestra relación.

domingo, 5 de agosto de 2007

IV. De Adeodato (y los pecados relacionados).

Y puesto ya a hablar de la niñez, déjame aclararte algunas cuestiones sorbe nuestro amado Adeodato.

Lo primero que quiero que sepas, Floria, es que me sorprendió hasta las lágrimas encontrar en tu carta reclamos tan afilados sobre este tema. Te confieso que -¡pobre de mí, perdóname!- lo primero que me ocurrió al leerte fue enojarme. Un profundo calor subió por mi pecho y mis airadas lágrimas me invitaban a contestarte con la fría crueldad que mis años de retor me otorgaron.

Pero entonces me detuve y, al recordar el ejemplo de Cristo que tanto empeño pongo en imitar, aunque por mis pecados soy muy lerdo en ello, pude comprender que no era otra cosa que tu amor de madre lo que te impulsaba a lacerarme de aquel modo.

Dilectísima Floria, me escribes que debí avisarte sobre muchas cosas para vivirlas juntos al lado de nuestro hijo. Dos al menos recuerdo haberte contado en cartas: la muerte, ¡ay!, de nuestro hujo y la terrible tristeza que sentíamos él y yo al no poder encontrarte. ¿Sabes cuántas cartas te escribimos ambos, deseosos de saber de ti? Sin embargo jamás reicibimos respuesta y por tu enojo adivino que mis disculpas a ti fueron atinadas: jamás te llegaron nuestras misivas.

Sí, Floria, aunque me reclamas como si pudiéramos mandarte una carta e instantáneamente tu la recibieras (inaudito sueño, podrás concederme) quiero que recuerdes una cosa: tan sumidos estábamos en nuestra tristeza e inmadurez cuando regresaste a África que jamás pensamos en decirnos cómo contactarnos. Si no mal recuerdo fueron tres cartas las que te mandé a distintos lados hasta que por fin di con tu paradero. Tres cartas que se perdieron y que te contaban el magnífico desarrollo de tu hijo.

Tras encontrarte mantuvimos una escasa relación espistolar, tres cartas dices que recibiste... hasta que de pronto desapareciste.

Adeodato y yo te seguimos mandando cartas, pero no regresó respuesta alguna. Repito que ahora sé que jamás las recibiste. Pero pareciera que tampoco hiciste mucha labor por contactarnos, aunque en tu carta me confiesas que seguiste mis pasos (¿o más bien seguiste nuestra cartaginense historia, nuestros recuerdos de Cartago?); quiero creer (y no dudo, Floria, pues aunque mi amor es diferente aún te amo) que tú también nos escribiste y ambos intentos se furstraron.

Hoy, lleno de lágrimas, déjame te platico algunas anécdotas de nuestro hijo.

Recuerdo cuando una noche fue a despertarme a gritos. Había tenido una pesadilla: estaba solo parado sobre las aguas de un río y de un árbol cercano saltaba un perro grande y muy feo y se sentaba a su lado. El perro le dio tanto miedo que él comenzó a hundirse en el río y comenzó a gritar por ti: "mamá, mamá", gritaba. Y cuando apareciste en una barcaza el lobo se puso entre él y tú. Entonces despertó y y fue corriendo a mi lado. Lo abracé, conmovido por el terror de un infante ante un sueño (¿no es el mismo miedo que tenemos los adultos, Floria, por lo desconocido, por la muerte, por lo Definitivo y por la vida misma?), y entonces me dijo: "¿Por qué el perro podía flotar en el río si era tan malo?"

Otro día íbamos caminando mi amigo, Adeodato y yo por un huerto. Entonces nuestro hijo corrió delante de nosotros y se sentó debajo de un árbol: "mira, papá, si me apuro a llegar a la sombra puedo descansar antes que tú".

Me acusas de platicar de mi infancia desde la visión que tuve de mi propio hijo. Y confieso que así lo hice, pero dime Floria: ¿acaso es tan distinto un niño de otro?, ¿fue mi hijo tan diferente a lo que tú o yo lo fuimos de niños? Claro que no. Todos fuimos concebidos por la carne e insuflados por el Aliento. Imagen y Semejanza en nosotros existen, pero -incluso en mi amadísimo Adeodato- hay fracturas que se evidencian.

"Papá -me confesó un día nuestro hijo-, papá, ¿por qué hay veces que sé que no estoy siendo bueno y aún así sigo haciendo eso? Es que sé que mentir es malo y hoy le dije una mentira a Alipo, creo que él no se enteró, pero yo sabía que era malo". ¡Nuestro hijo me preguntaba sobre uno de los dolores de Pablo, Floria! Y Adeodato era apenas un niño.

Por supuesto que no hay maldad en querer mamar la leche, ni en buscar el cariño en el lecho. Pero hay maldad en el desear la satisfacción propia por encima de las necesidades reales del alma y del cuerpo. Un niño es santo cuando mama el pecho de la madre, pero es hijo de su pecado cuando aún en su inocencia se comporta como adulto envidiando. Un hombre es bienaventurado cuando es santificado desde el lecho, pero es hijo de su pecado cuando más que amor siente exaltación y deja de amar los besos por comenzar a desear su propio deseo.

¿Recuerdas que ya lo habíamos hablado, un día, al lado de un olmo, después de amarnos? Dios es Amor, Floria: no puede condenar nuestro cariño. Pero nuestro cariño está en constante peligro, asechado por el Enemigo, y por ello hay que cuidarlo. Ese día te pedí perdón llorando y recuerdo que me perdonaste entonces: no te amé, Floria Emilia, mi más querida, ese día no te amé, sino que deseé mi deseo. Ese día Dios bendijo mi pecado y sacó de mi lascividad un don: concebiste a Adeodato.

¿Me culpas entonces de llamarle a nuestro hijo "fruto de mi pecado"? No es recriminación ni dolor lo que me mueve a llamarlo así. ¡Por Dios, no! Es un inmenso gozo y una inefable gratitud la que me obligan a descubrir que el niño era bueno, aún siendo hijo de ese día. Dios sacó de mi mal un bien, creo de mi pecado un hijo, un niño que toda mi vida me ató a Él.

¡Grande es mi Dios que selló tu perdón con un hijo, Él que a su vez fue de María el Hijo!

domingo, 1 de julio de 2007

Capítulo III. Sobre la niñez (de Floria Emilia).

Te recuerdo la niña que fuiste, antes de que te conociera, pues no creo que me hayas mentido en tus descripciones de ti misma cuando, inocentes, nos conquistábamos a lo largo de nuestros catorce años.

Floria, madre de mi queridísimo Adeodato, en ti conocí la niña que fuiste, la inocente infanta amante de todo lo que yo amaba, incluso yo mismo. ¿Te recuerdas como la niña que me dijiste que eras?

Naciste en el seno de una familia pobre, tanto que dos de tus hermanos murieron. Tu madre, una mujer paciente, intentó cuidarte y criarte de algún modo para que pudieras sobrevivir. Tu padre, en cambio, se dedicó a fomentar tu imaginación.

Desde pequeña escuchaste muchas de las leyendas que yo, en mi avidez, buscaba leer mientras vivía bajo el techo de mis padres. ¡Hasta entonces nos parecíamos! Buscabas con empeño conocer más y más, sumergirte velozmente en los laberintos de la fantasía y coexistir en ese mundo.

Así viviste tu niñez. Delgada y un poco enjuta (según tus palabras) por la falta de alimentos y el exceso de lecturas. Tu piel morena (tan seductora como yo la conocí) entoces era ceniza y frágil. Sin embargo eras una niña inocente y deseosa de hacer de este mundo un lugar mejor. Sabías que Helena se había equivocado y que Dido pudo haber sido feliz; comprendías a tu corta edad que Héctor quizá pudo haber encontrado otro modo de defender Ilión. Eras brillante, una niñita brillante. Tanto que la gente no te veía muy bien.

¿Qué había en tu corazón sino pureza y amor a la Belleza?, ¿no eras una enamorada de la Verdad, a la misma edad cuando yo me sumergía en la ilusión de los cuentos que leía?

Repito, ¿qué había en tu corazón sino pureza y amor a la Belleza, quiero decir: niñez? Pues, ¿qué es la niñez sino esa limpieza y ese amor? Es propio de la santidad y la beatitud ser pulcros y amantes de lo bello, son ellos los que, como Moisés, pueden ver cara a cara [a Dios]. Y recuerdo el pasaje de la Escritura en la que Nuestro Señor Jesucristo sentencia que sólo los niños pueden llegar a Él.

Floria, mi más querida, eras en tu niñez el modelo que hoy persigo, la idea del hombre que quiero ser. ¿Te explicas ahora porque en tu historia estaba ya mi historia, en tu infancia mi Salvación, en nuestro amor mi Contingencia? Quizá todavía no, por eso, déjame avanzar un poco más.

Me contaste que cuando entendiste que siendo letrada podrías ayudar a tu familia te sumergiste de lleno en tus estudios. Aprendiste el latín de Cicerón y acaso lo mejoraste, tu oratoria dejó perplejos a tus oyentes y sólo porque eras mujer tu camino fue un poco más difícil. Tú sabes lo que te admiro como mujer, algo de tu imagen mantengo: revisa, si quieres, mis escritos sobre el matrimonio, encontrarás tu imagen a través de las páginas.

Eras una niña inteligente y culta. A tus once años habías logrado tu primer éxito para tu familia: ganaste un concurso de oratoria y el premio lo diste a tu casa. Fue la gran alegría de tu vida. Sin embargo, Floria, poco tiempo después perdiste a tu madre. La pobreza nunca ha sido una fiel dama de compañía.

El dolor te embargó tanto que emprendiste un viaje; eras apenas una niña, tenías la vida por delante, pero la experiencia ya la traías detrás. Viajaste mucho y te enamoraste de la libertad. Me contaste, ¿lo recuerdas?, me contaste cómo un día bajo una higuera viste a un pajarillo llevar una rama a su nido. Su libertad y su belleza te dieron una idea: ambos conceptos son convertibles. Algo muy revolucionario, pero que me conquistó cuando lo escuché.

Regresaste a la casa paterna sólo para encarar una muerte más. Tu padre había partido. Sólo quedabas tú. Así, apenas un poco más grande que una niña, decidiste mudarte a Cártago donde destacaste como magistra y como mujer. Dos años después, con la juventud en tu cuerpo, enamoraste a un joven ávido de experiencias, llegado de Tagaste apenas un año antes. Ese joven era yo.

jueves, 28 de junio de 2007

Capítulo II. Recuentos de su niñez.

¿O es que acaso tenemos algo más en este mundo que el hoy? No, no hay nada más. Como lo dije en mis Confesiones (¡no te puedo expresar el honor que me hiciste al leerlas y, más aún, al comentármelas) lo único que posee el hombre es el hoy, pues en el tiempo no hay otra cosa real. El pasado, Floria, ya no existe: se mantiene tan sólo en nuestra memoria, como una imagen de algo que fue. Sin embargo, el pasado ha cedido su lugar a la inexistencia. Y el futuro, ¿qué decir del futuro, al cual tanto aspiramos en nuestra indocta juventud? No es nada, absolutamente nada.

Es menos aún que el pasado, pues éste tiene la cualidad de haber existido, mas el futuro es tan sólo lo que vendrá: algo que jamás ha existido. Esperar el futuro, tender a él como lo que vale la pena -como tantas veces hice hace unos años- es poner la mirada en el abismo de la inexistencia. ¿Por qué, entonces, no darle el valor que tiene a lo único que poseemos, al presente?

Quizá porque el presente es apenas un instante ahogado en su propia contingencia. Es un ya que se nos escurre de las manos sin la mínima consideración. Y sin embargo es lo que tenemos. No hay nada más que el hoy, el aquí y el ahora en nuestra historia.

Pero no te molestes, Floria, mi más querida. Con esta arenga no pretendo escaparme, como Pilatos, de lo que hice, de mi pasado. Aunque lo hecho, hecho esté, te mereces una explicación más a mis acciones. ¡Alabo a Dios, a mi Continencia, porque por Él mi memoria puede vencer la contingencia de lo que vivimos y ya no es más! (Le pido a él la fuerza necesaria para platicarte de nuevo sobre el Aurelio que vivió antes de conocerte! Pues, Floria, ese Aurelio es el esenario sobre el cual se construyó aquél joven que, alguna vez, bajo la sombra de un árbol, se enamoró de ti.

Desde muy niño, como ya te había dicho, fui un alma inquieta. Me atormentaba el escepticismo que vivía en Tagaste junto a mi padre. ¿Recuerdas que te platiqué de cómo mi buen padre me regañaba cuando, con la imprudencia de la edad, lo retaba a resolverme dudas que tenía? ¡Cómo recuerdo la nalgada que me dio cuando le dije que eranecesario investigar si era verdad el paganismo que él me enseñaba o el cristianismo que profesaba mi santa madre! ¿Te acuerdas, mi Floria, cómo reímos recordando la imprudencia de un niño de cinco años que pregunta eso? ¿Por qué, por qué esos recuerdos que nos hacían reír cuando dormíamos costado con costado ahora te hacen escribirme con la dolorosa pluma del despecho?

Recuerdo también cómo me divertía inventarme historias lo suficientemente fantásticas para ser interesantes, pero lo suficientemente coherentes para ser creíbles. Recuerdo mi afán de mentirle así a mis amigos y parientes buscando sólo el gozo de haber conseguido que me creyeran. Recuerdo que el primer día que me besaste fue después de que te conté una de esas historias, ¿la recuerdas?

Trataba de Ortólego, un héroe griego que viajaba por mar hasta Roma para salvar a su amante (no recuerdo el nombre, ¿tú sí?). En Roma conocía a un pequeño niño que le informaba de la muerte de ella. Entonces, loco de dolor, se embarcaba buscando el fin del mundo para tirarse por la borda y morir. Navegó durante años hasta que alcanzó una tierra lejana donde desembarcó y construyó una casita para vivir. Esperaba vivir allí hasta el día de su muerte, sufriendo en soledad la pérdida del amor de su vida. Entonces, una noche, una pequeña niña se le apareció en sueños y le dijo que ya no llorara, que perder a su amada sólo era el principio de una nueva vida para él, que era necesaria esa muerte para que él llegara a esas tierras y las poblara, pues estaban destinadas a ser casa de un Patricio llamado Aurelio Agustín.

Me comentaste que te gustaba la imaginación que tenía desde pequeño, la inquietud que mostraba mi espíritu por las letras. Y no lo niego, Floria, jamás lo negaré: yo hubiera sido muy feliz de poder dedicarme tan sólo a Cicerón, Platón y otros autores. Me gusta la fantasía.

Pero esa fantasía no me dejaba medir mis acciones. Pero no quiero recordar aquí todo lo que hice de niño, ya leíste mis Confesiones y ahí hablo mucho del tema. Lo importante de esto es que recuerdes quién era yo antes de conocerte.

¿Por qué es esto importante? Pues porque aunque el pasado ya no sea, por él somos lo que somos. El pasado nos configura, nos guía. Sin pasado, Floria, no tenemos futuro, porque sin él no existiríamos hoy. Sí, la vida es breve, tan breve como el instante que poseemos en cada momento. Pero la historia es larga.

¿Te hubieras enamorado de mí si de niño no hubiera sido como fui, si no hubiera hecho lo que hice? No. ¿Me hubiera enamorado de ti, si no fueras producto de tu niñez, que tanto aprendí a conocer? Tampoco. ¿Sería hoy obispo de Hipona la Grande, si no hubiera disfrutado tus caricias aquellas noches? Por supuesto que no.

Soy Obispo de Hipona porque dormí a tu lado (tú sabes a qué me refiero), nuestras historias -hasta en esto- están entrelazadas. Dormí a tu lado porque de niño soñé contigo y porque de niña fuiste de un tal modo que quiero recordarte.

martes, 26 de junio de 2007

Capítulo I. Salutación, memento.

Floria, dilectísima mía:

Por fin encuentro un momento de paz para sentarme a escribirte. Dios me permita con su Gracia poner ante ti una contestación digna de la carta que me mandaste y aún más digna de estos recuerdos que poseo de nosotros y de aquellos momentos que me dieron sentido durante los años más terribles de mi existencia.

Tú lo sabes, Floria, lo hablamos. ¿Recuerdas aquellas pláticas? Si no hubiera sido por ti me hubiera perdido más en este laberinto que llamamos vida. Breve, sí; pero laberíntica es la vida. Tú me acompañaste durante los momentos más aciagos de mi inflamada juventud. Mientras todo yo buscaba el Nombre a lo largo y ancho de este mundo, tú le dabas sentido a mis ansias y a mis descansos: fuiste un puerto en los instantes más desesperados, un oásis allí, en las cálidas tierras de mi insatisfecha juventud.

Pero, por nuestra corta edad, Floria, también fuimos el fuego mutuo. Un fuego que nos abrazó como hoguera: cálido y casero, pero ardiente y penetrador. ¿Recuerdas cuando hablábamos de estos temas? Por tu carta podría sentir que no te acuerdas, pero por ella misma sé que lo haces: despechas mi elección y eso sólo me indica que sientes aún las brazas de ese fuego, que lo recuerdas, acaso que lo añoras.

Por eso, Floria, mi más querida, es que ahora te contesto. Indigno sería del cariño que te tengo y de la amistad que te profeso huir de tus líneas y fingir que no las sentí lacerantes como el cruento acero bárbaro que azota a Roma. Floria, lloré al leer tus líneas. Ya lloro escribiendo la respuesta. Espero que la leas y que con ésta comprendas por fin aquellos motivos que intenté comunicarte en la plática que sostuvimos recién tuvo lugar mi conversión. Toma mis líneas como lo que son, al menos para mí: un intento más de agraciarme contigo, a quien creo haber lastimado mucho, frente a los ojos de Dios. En su amparo te escribo y le ruego porque me dé la elocuencia que necesito para mostrarte estos caminos por los que mi alma ha tenido que subir en la caza que ahora la empeña.

Así como hace años fuiste mi puerto y mi sustento, te pido hoy que seas los oídos y el espíritu que reciba esta misiva. No olvides que la vida es breve, Floria: hoy es mi mejor momento para disculparme ante ti por los dolores causados y para presentarte a mi Continencia, amante que en tu carta pareces despreciar. Hablemos del Amor, Floria, hablemos de ti y de mí y de nuestro Tercero en discordia. Perdóname hoy, escúchame hoy y compréndeme hoy. Pues desde mi conversión comprendí que la brevedad de mi existencia se resume en el eterno instante que se llama "hoy".

lunes, 25 de junio de 2007

Notas preliminares.

  1. Agustín de Hipona nació en Tagaste (354). Es de Hipona, porque ahí fungió como Obispo.
  2. Agustín murió en Hipona el año de 430, durante el sitio de los vándalos.
  3. Agustín es Santo canónico por la Iglesia Católica.
  4. Esta respuesta de San Agustín a su concubina la he editado en algunos capítulos para facilitar su lectura y para remarcar el ordenadísimo pensamiento del autor que, de un modo casi impecable, siguió el discurso de Floria y lo respondió puntualmente.
  5. Algunas frases de Agustín no las he traducido por cuestiones de fidelidad al texto, sin embargo, estas excepciones -en s mayoría- encontrarán una traducción alterna en notas al pie de página.
  6. Aunque esta es la contestación de San Agustín a Floria Emilia, pienso que uno puede leer la carta sin mayor complicación aunque no se conozca el otro tema. La pluma de Agustín es universal incluso en este texto y, aunque algunas referencias serán ocultas si se desconoce el codex emiliano, la presente respuesta se podrá entender aún. Aún así, en los casos en que el texto pudiera ser demasiado obscuro, pondré la referencia a la carta como nota a pie siguiendo la edición de Gaarder.